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Lunes 27 abril, 2015

Caracas sin agua/Gabriel Garcí­a Márquez

Después de escuchar el boletí­n radial de las 7 de la mañana, Samuel Burkart, un ingeniero alemán que viví­a solo en un pent-house de la avenida Caracas, en San Bernardino, fue al abasto de la esquina a comprar una botella de agua mineral
para afeitarse. Era el 6 de junio de 1958. Al contrario de lo que ocurrí­a siempre desde cuando Samuel Burkart llegó a Caracas, 10 años antes, aquella mañana de lunes parecí­a mortalmente tranquila. De la cercana avenida Urdaneta no llegaba el ruido de los automóviles ni el estampido de las motonetas.

Caracas parecí­a una ciudad fantasma. El calor abrasante de los últimos dí­as habí­a cedido un poco, pero en el cielo alto, de un azul denso, no se moví­a una sola nube. En los jardines de las quintas, en el islote de la Plaza de la Estrella, los arbustos estaban muertos.

Los árboles de las avenidas, de ordinario cubiertos de flores rojas y amarillas en esa época del año, extendí­an hacia el cielo sus ramazones peladas.

Samuel Burkart tuvo que hacer cola en el abasto para ser atendido por los dos comerciantes portugueses que hablaban con la clientela de un mismo tema, el tema único de los últimos cuarenta dí­as que esa mañana habí­a estallado en la radio y en los periódicos como una explosión dramática: el agua se habí­a agotado en Caracas. La noche anterior se habí­an anunciado las drásticas restricciones impuestas por el INOS a los últimos 100.000 metros cúbicos almacenados en el dique de La Mariposa.

A partir de esa mañana, como consecuencia del verano más intenso que habí­a padecido Caracas después de 79 años, habí­a sido suspendido el suministro de agua. Las últimas reservas se destinaban a los servicios estrictamente esenciales. El gobierno estaba tomando desde hací­a 24 horas disposiciones de extrema urgencia para evitar que la población pereciera ví­ctima de la sed. Para garantizar el orden público se habí­an tomado medidas de emergencia que las brigadas cí­vicas constituidas por estudiantes y profesionales se encargarí­an de hacer cumplir.

Las ediciones de los periódicos reducidas a cuatro páginas, estaban destinadas a divulgar las instrucciones oficiales a la población civil sobre la manera como debí­a proceder para superar la crisis y evitar el pánico.

A Burkart no se le habí­a ocurrido una cosa: sus vecinos tuvieron que preparar el café con agua mineral, le anunció que la venta de jugos de frutas y gaseosas estaba racionada por orden de las autoridades. Cada cliente tení­a derecho a una
cuota lí­mite de una lata de jugo de fruta y una gaseosa por dí­a, hasta nueva orden. Burkart compró una lata de jugo de naranja y se decidió por una botella de limonada para afeitarse. Sólo cuando fue a hacerlo descubrió que la limonada
corta el jabón y no produce espuma. De manera que declaró definitivamente el estado de emergencia y se afeitó con jugo de duraznos.

Primer anuncio de cataclismo: Una señora riega el jardí­n Con su cerebro alemán perfectamente cuadriculado y sus experiencias de guerra, Samuel Burkart sabí­a calcular con la debida anticipación el alcance de una noticia. Eso era lo que habí­a hecho, tres meses antes, exactamente el 26 de marzo, cuando leyó en un periódico la siguiente información: “En La Mariposa sólo queda agua para 16 dí­as”.

La capacidad normal del dique de La Mariposa, que surte de agua a Caracas es de 9.500.000 metros cúbicos. En esa fecha a pesar de las reiteradas recomendaciones del INOS para que se economizara el agua, las reservas estaban reducidas a 5.221.854 metros cúbicos. Un meteorólogo declaró a la prensa, en una entrevista no oficial que no lloverí­a antes de junio. Pocas semanas después el suministro de agua se redujo a una cuota que era ya inquietante, a pesar de que la población no le dio la debida importancia: 130.000 metros cúbicos diarios.

Al dirigirse a su trabajo, Samuel Burkart saludaba a una vecina que se sentaba en su jardí­n desde las 8 de la mañana a regar la hierba. En cierta ocasión le habló de la necesidad de economizar agua. Ella, embutida en una bata de seda con flores
rojas, se encogió de hombros. “Son mentiras de los periódicos para meter miedo ””replicó””. Mientras haya agua yo regaré mis flores.” El alemán pensó que debí­a dar cuenta a la policí­a, como lo hubiera hecho en su paí­s, pero no se atrevió porque pensaba que la mentalidad de los venezolanos era completamente distinta de la suya. A él también le habí­a llamado la atención que las monedas en Venezuela son las únicas que no tienen escrito su valor y pensaba que aquello podí­a obedecer a una lógica inaccesible para un alemán.

Se convenció de eso cuando advirtió que algunas fuentes públicas, aunque no las más importantes, seguí­an funcionando cuando los periódicos anunciaron, en abril, que las reservas de agua descendí­an a razón de 150.000 metros cúbicos cada 24 horas. Una semana después se anunció que se estaban produciendo chaparrones artificiales en las cabeceras del Tuy ””la fuente vital de Caracas”” y que eso habí­a ocasionado un cierto optimismo en las autoridades. Pero a fines de abril no habí­a llovido. Los barrios pobres quedaron sin agua. En los barrios residenciales se restringió el agua a una hora por dí­a. En su oficina, como no tení­a nada que hacer, Samuel Burkart utilizó su regla de cálculo para descubrir que si las cosas seguí­an como hasta entonces habrí­a agua hasta el 22 de mayo.

Se equivocó, tal vez por un error en los datos publicados en los periódicos. A fines de mayo el agua seguí­a restringida, pero algunas amas de casa insistí­an en regar sus matas. Incluso en un jardí­n, escondido entre los arbustos, vio una fuente minúscula, abierta durante la hora en que se suministraba el agua. En el mismo edificio donde él viví­a, una señora se vanagloriaba de no haber prescindido de su baño diario en ningún momento. Todas las mañanas recogí­a agua en todos los recipientes disponibles.

Ahora, intempestivamente, a pesar de que habí­a sido anunciada con la debida anticipación, la noticia estallaba a todo lo ancho de los periódicos. Las reservas deLa Mariposa alcanzaban para 24 horas. Burkart que tení­a el complejo de la afeitada diaria, no pudo lavarse ni siquiera los dientes. Se dirigió a la oficina, pensando que tal vez en ningún momento de la guerra, ni aun cuando participó en la retirada del AfricaKorp, en pleno desierto, se habí­a sentido de tal modo amenazado por la sed.

En las calles, las ratas mueren de sed. El gobierno pide serenidad Por primera vez en 10 años, Burkart se dirigió a pie a su oficina, situada a pocos pasos del Ministerio de Comunicaciones. No se atrevió a utilizar su automóvil por temor a que se recalentara. No todos los habitantes de Caracas fueron tan precavidos. En la primera bomba de gasolina que encontró habí­a una cola de automóviles y un grupo de conductores vociferantes, discutiendo con el propietario. Habí­an llenado sus tanques de gasolina con la esperanza que se les suministrara agua como en los tiempos normales. Pero no habí­a nada que hacer.
Sencillamente no habí­a agua para los automóviles.

La avenida Urdaneta estaba desconocida: no más de 10 vehí­culos a las 9 de la mañana. En el centro de la calle, habí­a unos automóviles recalentados, abandonados por los propietarios. Los bares y restaurantes no abrieron sus puertas. Colgaron un letrero en las cortinas metálicas: “Cerrado por falta de agua”.

Esa mañana se habí­a anunciado que los autobuses prestarí­an un servicio regular en las horas de mayor congestión. En los
paraderos, las colas tení­an varias cuadras desde las 7 de la mañana. El resto de la avenida un aspecto normal, con sus aceras, pero en los edificios no se trabajaba: todo el mundo estaba en las ventanas. Burkart preguntó a un compañero de oficina, venezolano, qué hací­a toda la gente en las ventanas, y él le respondió:

””Están viendo la falta de agua.

A las 12, el calor se desplomó sobre Caracas. Sólo entonces empezó la inquietud. Durante toda la mañana, camiones del INOS con capacidad hasta para 20.000 litros repartieron agua en los barrios residenciales. Con el acondicionamiento de
los camiones cisternas de las companí­as petroleras, se dispuso de 300 vehí­culos para transportar agua hasta la capital.

Cada uno de ellos, según cálculos oficiales, podí­a hacer hasta 7 viajes al dí­a. Pero un inconveniente imprevisto obstaculizó los
proyectos: las ví­as de acceso se congestionaron desde las 10 de la mañana. La población sedienta, especialmente en los barrios pobres, se precipitó sobre los vehí­culos cisternas y fue preciso la intervención de la fuerza pública para restablecer el orden.

Los habitantes de los cerros, desesperados, seguros de que los camiones de abastecimiento no podí­an llegar hasta sus casas, descendieron en busca de agua. Las camionetas de las brigadas universitarias, provistas de altoparlantes, lograron evitar el agua. A las 12.30 el Presidente de la Junta de Gobierno, a través de la Radio Nacional, la única cuyos programas no habí­an sido limitados, pidió serenidad a la población, en un discurso de 4 minutos. En seguida, en intervenciones muy breves, hablaron los dirigentes polí­ticos, un representante del Frente Universitario y el Presidente de la Junta Patriótica.

Burkart, que habí­a presenciado la revolución popular contra Pérez Jiménez, cinco meses antes, tení­a una experiencia: el pueblo de Caracas es notablemente disciplinado. Sobre todo, es muy sensible a las campañas coordinadas de radio, prensa, televisión y volantes. No le cabí­a la menor duda de que ese pueblo sabrí­a responder también a aquella emergencia. Por eso lo único que le preocupaba en ese momento era su sed. Descendió por las escaleras del viejo edificio donde estaba situada su oficina y en el descanso encontró una rata muerta. No le dio ninguna importancia. Pero esa tarde cuando subió al balcón de su casa a tomar fresco después de haber consumido un litro de agua que le suministró el camión cisterna que pasó por su casa a las 2, vio un tumulto en la Plaza de la Estrella. Los curiosos asistí­an a un espectáculo terrible: de todas las casas, salí­an animales enloquecidos por la sed.

Gatos, perros, ratones, salí­an a la calle en busca de alivio para sus gargantas resecas. Esa noche a las 10, se impuso el toque de queda. En el silencio de la noche ardiente sólo se escuchaba el ruido de los camiones del aseo, prestando un
servicio extraordinario: primero en las cali y luego en el interior de las casas, se recogí­an los cadáver de los animales muertos de sed.

Huyendo hacia Los Teques. Una multitud muere de insolación 48 horas después de que la sequí­a llegó a su puntó culminante, la ciudad quedó completamente paralizada. El gobierno de los Estados Unidos envió, desde Panamá, un convoy de aviones cargados con tambores de agua. Las Fuerzas Aéreas Venezolanas y las compañí­as comerciales, que prestan servicio en el paí­s, sustituyeron sus actividades normales por un servicio extraordinario de transporte de agua. Los aeródromos de Maiquetí­a y La Carlota fueron cerrados al tráfico internacional y destinados exclusivamente a esa operación de emergencia. Pero cuando se logró organizar la distribución urbana, el 30% del agua transportada se habí­a evaporado a causa del calor intenso.

En las Mercedes y en Sabana Grande, la policí­a incautó, el 7 de junio en la noche, varios camiones piratas, que llegaron a vender clandestinamente el litro de agua hasta a 20 bolí­vares. En San Agustí­n del Sur, el pueblo dio cuenta de otros dos camiones piratas, y repartió su contenido, dentro de un orden ejemplar, entre la población infantil. Gracias a la disciplina y el sentido de solidaridad del pueblo, en la noche del 8 de junio no se habí­a registrado ninguna ví­ctima de la sed. Pero desde el atardecer, un olor penetrante invadió las calles de la ciudad.

Al anochecer, el olor se habí­a hecho insoportable. Samuel Burkart descendió a la esquina con la botella vací­a, a las 8 de la noche, e hizo una ordenada cola de media hora para recibir su litro de agua de un camión cisterna conducido por boy-scouts. Observó un detalle: sus vecinos, que hasta entonces habí­an tomado las cosas un poco a la ligera, que habí­an procurado convertir la crisis en una especie de carnaval, empezaban a alarmarse seriamente. En especial a causa de los rumores.

A partir de mediodí­a, al mismo tiempo que el mal olor, una ola de rumores alarmistas se habí­an extendido por todo el sector. Se decí­a que a causa de la terrible sequedad, los cerros vecinos, los parques de Caracas, comenzaban a incendiarse. No habrí­a nada que hacer cuando se desencadenara el fuego. El cuerpo de bomberos no dispondrí­a de medios para combatirlo. Al dí­a siguiente, según anuncio de la Radio Nacional, no circularí­an periódicos. Como las emisoras de radio habí­an suspendido sus emisiones y sólo podí­an escucharse tres boletines diarios de la Radio Nacional, la ciudad estaba, en cierta manera, a merced de los rumores. Se transmití­an por teléfono y en la mayorí­a de los casos eran mensajes anónimos.

Burkart habí­a oí­do decir esa tarde que familias enteras estaban abandonando a Caracas. Como no habí­an medios de transporte el éxodo se intentaba a pie, en especial hacia Maracay. Un rumor aseguraba que esa tarde, en la vieja carretera
de Los Teques, una muchedumbre empavorecida que trataba de huir de Caracas habí­a sucumbido a la insolación. Los cadáveres expuestos al aire libre, se decí­a, eran el origen del mal olor.

Burkart encontraba exagerada aquella explicación, pero advirtió que, por lo menos en su sector, habí­a un principio de pánico.
Una camioneta del Frente Estudiantil se detuvo junto al camión cisterna. Los curiosos se precipitaron hacia ella, ansiosos de confirmar los rumores. Un estudiante subió a la capota y ofreció responder, por turnos, a todas las preguntas. Según él, la noticia de la muchedumbre muerta en la carretera de Los Teques era absolutamente falsa. Además, era absurdo pensar que ese fuera el origen de los malos olores.

Los cadáveres no podí­an descomponerse hasta ese grado en cuatro o cinco horas. Se aseguró que los bosques y parques estaban colaborando en una forma heroica y que dentro de pocas horas llegarí­a a Caracas, procedente de todo el paí­s, una cantidad de agua suficiente para garantizar la higiene. Se rogó transmitir por teléfono estas noticias, con la advertencia de que los rumores alarmantes eran sembrados por elementos perezjimenistas.

En el silencio total, falta un minuto para la hora cero Samuel Burkart regresó a su casa con un litro de agua a las 6.45, con el propósito de escuchar el boletí­n de la Radio Nacional, a las 7. Encontró en su camino a la vecina que, en abril, aún regaba las flores de su jardí­n. Estaba indignada contra el INOS, por no haber previsto aquella situación. Burkart pensó que la
irresponsabilidad de su vecina no tení­a lí­mites.

””La culpa es de la gente como usted, dijo, indignado. El INOS pidió a tiempo que se economizara el agua. Usted no hizo caso. Ahora estamos pagando las consecuencias.

El boletí­n de la Radio Nacional se limitó a repetir las informaciones suministradas por los estudiantes. Burkart comprendió que la situación estaba llegando a su punto crí­tico. A pesar de que las autoridades trataban de evitar la desmoralización,
era evidente que el estado de cosas no era tan tranquilizador como lo presentaban las autoridades. Se ignoraba un aspecto importante: la economí­a.

La ciudad estaba totalmente paralizada. El abastecimiento habí­a sido limitado y en las próximas horas faltarí­an los alimentos. Sorprendida por la crisis, la población no disponí­a de dinero efectivo. Los almacenes, las empresas, los bancos, estaban cerrados. Los abastos de los barrios empezaban a cerrar sus puertas a falta de surtido: las existencias habí­an sido agotadas. Cuando Burkart cerró el radio comprendió que Caracas estaba llegando a su hora cero.

En el silencio mortal de las 9 de la noche, el calor subió a un grado insoportable, Burkart abrió puertas y ventanas pero se sintió asfixiado por la sequedad de la atmósfera y por el olor, cada vez más penetrante. Calculó minuciosamente su litro
de agua y reservó cinco centí­metros cúbicos para afeitarse el dí­a siguiente. Para él, ese era el problema más importante: la afeitada diaria. La sed producida por los alimentos secos empezaba a hacer estragos en su organismo. Habí­a prescindido,
por recomendación de la Radio Nacional de los alimentos salados. Pero estaba seguro de que el dí­a siguiente su organismo empezarí­a a dar sí­ntomas de desfallecimiento.

Se desnudó por completo, tomó un sorbo de agua y se acostó boca abajo en la cama ardiente, sintiendo en los oí­dos la profunda palpitación del silencio. A veces, muy remota, la sirena de una ambulancia rasgaba el sopor del toque de queda. Burkart cerró los ojos y soñó que entraba en el puerto de Hamburgo, en un barco negro, con una franja blanca pintada en la borda, con pintura luminosa. Cuando el barco atracaba, oyó, lejana, la griterí­a de los muelles.

Entonces despertó sobresaltado. Sintió, en todos los pisos del edificio, un tropel humano que se precipitaba hacia la calle. Una ráfaga cargada de agua tibia y pura, penetró por su ventana. Necesitó varios segundos para darse cuenta de lo
que pasaba: lloví­a a chorros.


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