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Diario de un reportero
Sábado 27 septiembre, 2014

León Felipe en clase

•El tlatoani mayor
•Atracón calenturiento

DOMINGO
Una duda femenina…

El profe Sarabia, Manuel, parece se llamaba, impartí­a la clase de Historia de la Cultura en la vieja facultad de Periodismo de la UV en el siglo pasado, al principio de los años 60.
Imperturbable, en su cara de dios azteca, ni una sonrisa. Serio, con los bigotes que ya pintaban de blanco. Las canas prosperando en tierra fértil. Los pelos parados.
Un dí­a habló de las costumbres romanas y griegas, la vida pagana, el pecado, el adulterio, el dios Baco, la diosa Venus. Y habló, claro, del dios falo.


Luis Velázquez

Una alumna, a la mitad del salón de clases, originaria de Alvarado, levantó la mano.

--Diga, invitó el maestro.

--Maestro, ¿qué cosa significa falo?

El profe, impecable e implacable, dijo:

--Pene.

Y siguió hablando de las tendencias del emperador romano Julio César, de pronto fue interrumpido por aquella estudiante sin levantar la mano.

--Maestro, ¿qué cosa significa pene?

Y el profe, sin perder la compostura, dijo:

--¡Ay, niña, el miembro viril del hombre!

Y en medio de las risas del salón, mujeres y hombres, todos sin excepción, la estudiante se sumió en el banco escolar.

LUNES
León Felipe en clase

El arquitecto Enrique Segarra, un español exiliado en México en tiempo del presidente Lázaro Cárdenas, impartí­a una clase en la facultad de Periodismo.

Bajito de estatura, la calvicie germinando, el bigotito parado blanco blanco, rechonchito, simpático, dicharachero, el maestro se trepaba en un banquito que llevaba para mirar bien a los 50, 60 alumnos del salón de clases tipo Infonavit.

Le gustaba mirar a todos de frente. Nunca cambiaba de decibeles en la hora de clase y, bueno, a veces uno quedaba dormido con la voz que arrullaba, seguro de que ningún sobresalto habrí­a.

Una tarde llegó acompañado del poeta español León Felipe, otro de los refugiados con Cárdenas, y el arquitecto sostuvo un diálogo excepcional con el poeta, dos gigantes hablando frente a frente, sin rodeos, sobre la cultura en el mundo.

Al dí­a siguiente, el profe Enrique Segarra llegó al salón con diez ejemplares de un libro del poeta, su paisano, y los fue obsequiando a cada estudiante que expusiera una parte de la conversación del dí­a anterior.

Era el continente, el mundo del profe… para ser feliz.

MARTES
El profe dejaba dormir…

El salón de clases parecí­a una chimenea durante los 50 minutos del profe Jesús González Barrandey. Alto como El Quijote, encendí­a el cigarro siguiente con el mismo que fumaba.

Y le gustaba echar el humo en bolitas que las perseguí­a con la mirada hasta que se disolvieran.

Hablaba con la voz quedita, como en susurro, pensando, quizá, en el rí­tmico andar de la rotativa vomitando cada ejemplar del periódico en la madrugada.

Pero a los 15 minutos, la mitad del salón dormitaba, daba cabezazos luchando contra el sueño.

Y el maestro, tolerante y prudente, sereno, consciente de su voz como un murmullo, dejaba dormir.

Nunca reprobó a nadie aunque faltara a clases. Y si el estudiante faltista trabajaba en un periódico se la pasaba platicando con él cuando por ahí­ se aparecí­a solo para medir el conocimiento de tipografí­a del alumno.

Siempre soñó con tener un periódico. Apenas y llegó a una modesta imprentita…

MIÉRCOLES
Atracón calenturiento

Doña Sofí­a Esponda era la bibliotecaria y la maestra de taquigrafí­a, tiempo aquel cuando se aseguraba que el reportero debí­a saber escribir con jeroglí­ficos para seguir las ideas, los datos, del entrevistado, porque entonces nadie hablaba de la grabadora, el enemigo mortal del diarista.

En clase era un amor con su voz cariñosa y maternal. Y en la biblioteca, una especie de cómplice, de tal modo que muchas generaciones le han de estar agradecidas.

Por ejemplo, la biblioteca de la facultad de Periodismo tení­a, parece, tres cubí­culos con sillas sólo para un par de alumnos, además de que por dentro se podí­a echar llave y nadie entraba.

En aquellos cubí­culos podí­an leerse los periódicos del dí­a, un libro y hacer, digamos, la tarea.

Pero un dí­a, una, dos, tres parejas quizá metieron el desorden y los privados se convirtieron en cuartos del pecado, de tal manera que allí­ florecí­a el amor y el deseo que luego terminaba, digamos, en el cuarto estudiantil, acaso en el motel.

La maestra Esponda estaba consciente de las travesuras, el flirteo y los romances; pero al mismo tiempo era generosa, comprensiva y solidaria, y muchos le quedaron a deber un gran amor.

Un compita, parece Leonel Rosado, profesor de primaria que estudiaba la carrera de Periodismo, habí­a aprendido a desabrochar el candado de las puertas con un alambre y cuando con frecuencia lo intentaba por maldad y abrí­a la puerta, a los lados se escuchaba su grito estremecedor: ¡Fuera… manos! gritaba, solazándose con la pareja que solí­a ruborizarse a la mitad de un atracón calenturiento.

JUEVES
El profe que sabí­a discurrir

El maestro Avelino Muñiz Garcí­a trepaba los escalones al segundo piso de la facultad con un libro de Derecho Constitucional en la mano.

Delgado, flaquito, subí­a los escalones de dos en dos, de igual manera como José Pagés Llergo, el legendario director de la revista Siempre! trepaba los escalones cada vez que se topaba con ellos.

El alumno creí­a que, bueno, el profe utilizarí­a el libro en clase para, digamos, consultar un dato; pero se sabí­a el libro hasta con las comas y puntos de aparte, años de impartir la materia.

Además, claro, memoria prodigiosa.

Se ignora si practicaba ejercicio diario. Si trotaba, corrí­a tempranito en el malecón, pues siempre se mantuvo delgado.
Figurita. Sus ojos azules (color cielo como le decí­a Joseph Goebbels a Hitler) seducí­an a una estudiante por quincena.

Pero era un profe discreto. Quizá como Gerardo Buganza que nunca en su vida ha sido infiel a su esposa según cuenta él mismo.

De todo aquel equipo magisterial, Avelino Muñiz parece, era, uno de los pocos, excepcionales que siempre alimentada el debate, el intercambio de barajitas, la discusión, en clase.

Enseñó a discurrir. Incluso, como los profes griegos y romanos solí­a llevar la contra sólo para probar la madurez intelectual del estudiante.

Luego, salí­a abrazado del salón de clases con el alumno más brioso y bronco como un testimonio de fraternidad.

VIERNES
El tlatoani mayor

Don Alfonso Valencia Rí­os era el director de la facultad de Periodismo. Pero fue siempre el modelo a seguir. Todos soñábamos con su talento y disciplina.

Sostuvo, por ejemplo, un debate memorable con José Pagés Llergo sobre si el reportero nací­a, se hací­a en el campo de batalla y/o también se fortalecí­a con el aula.

Fernando López Arias, entonces gobernador, le buscaba para una consulta sobre la vida pública, sin ser su consejero ni asesor.

Los alcaldes pasaban lista en su escritorio para normar criterio sobre los pendientes de Veracruz.

La Universidad Veracruzana lo nombró director, sin tener la licenciatura, porque su conocimiento universal y sabidurí­a y experiencia eran más grandes, más extensos, más sólidos, que todos los doctores en Periodismo de la época.

Los reporteros de periódicos nacionales y extranjeros que llegaban a Veracruz rastreando la pista a un hecho noticioso llegaban a la facultad para un consejo, una sugerencia, una orientación sobre la geografí­a jarocha.

Su versatilidad reporteril tení­a la siguiente dimensión: con un dato escribí­a una nota. Con una nota un reportaje. Con un reportaje una editorial.

Cada vez que entraba al salón de clases el silencio se restablecí­a y durante su cátedra nadie respiraba, deseosos los estudiantes de nutrirse con su conocimiento y experiencia…


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