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Diario de un reportero
Sábado 20 septiembre, 2014

Escribir prosa como poesí­a

•La calle, la mejor escuela
•30 mil libros leí­dos

DOMINGO
El comandante Correa

Armando Correa Ghana impartí­a clases en la antigua facultad de Periodismo de la UV siempre con una sonrisilla pí­cara, ocultos los ojos en unos lentes de carey negro. Parece tení­a el dedo cordial manchado de tanta nicotina del cigarro.
Los alumnos le endilgaron el mote de “El comandante”, por su tendencia socialista, fan de Ernesto Guevara, su cuarto de estudios con una foto de “El Ch锝, en donde cada estudiante privilegiado a sus fiestecitas llegaba con una veladora que le prendí­a.

Luis Velázquez

  • Efraín Huerta. Los años con el comandante Armando Correa

Cada fin de semana, una pachanga en su casa. Siempre para hablar de socialismo, en medio, claro, de botellas de licor que se amontonaban en un rincón, el cuartito lleno de humo, la mayorí­a hombres, una especie del club de Tobi.

A veces, “El comandante” Correa sorprendí­a a todos, cuando de pronto tocaba en la puerta un escritor, un poeta, un pintor de la ciudad de México, su invitado.

Muchas, muchí­simas ocasiones, por ejemplo, terminamos recitando poemas con Efraí­n Huerta, el autor de los poemí­nimos, su entrañable amigo que a cada rato desembarcaba en el puerto jarocho, amante como era de la vida en provincia, la aldea, el pueblo.

La clase de “El comandante” era agradable, siempre salpicada de anécdotas de la historia y de la vida real. Incluso, hasta la aderezaba con chismes del barrio que ajustaba con habilidad al eje académico.

LUNES
El periodismo se aprende en la calle

El periodismo, decí­a el profe Francisco Gutiérrez, se aprende en la calle y siempre con maestros rudos en la sala de redacción.

Por eso, en su clase de Redacción solí­a enviar a los alumnos a la calle a reportear, gastándose la suela de los zapatos atrás de la noticia y fregándose la columna vertebral en la tarde escribiéndola.

Claro, en el salón de clases enseñaba. Era riguroso, inflexible. Enseñaba a gritos, con decibeles en su tono de voz que subí­an y bajaban como rí­o desbordado, un tsunami fonético.

Y, bueno, también gritaba en clase porque la impartí­a en una hora fatí­dica: las 15 horas, después de comer, cuando todo mundo quiere tirarse en el sillón tlacotalpeño y el reposet a echarse un coyotito.

Tal cual los alumnos caminaban. Pero aprendí­an. Desde siempre quedaron conscientes de que la mejor escuela de Periodismo es la calle, fregándose en la competencia con otros reporteros en el frente de batalla, donde la noticia se gana o se pierde.

MARTES
Escribir prosa como poesí­a

Antonio Salazar Páez era maestro de Estilí­stica. El ritmo y la música de la prosa. La prosa como una melodí­a. Escribir de tal manera que las palabras, las frases, las oraciones parezcan, digamos, el vaivén de una ola.

Pero el profe también era poeta. Entonces, habí­a publicado su primer libro de poemas. Se llamaba, parece (¿habrá sido su tesis de licenciatura?) Letras contra letras.

Así­, en vez de impartir la clase pasaba los 50 minutos recitando sus poemas, se emocionaba y hasta lloraba en una parte dramática y estelar de la historia humana que contaba.

Y es que, según el maestro, el cronista, el reportero, debí­a aprender a escribir prosa como si fuera poesí­a. Y nada mejor que educar al oí­do leyendo los poemas en voz alta para sentir el bamboleo de las palabras.

Incluso, años después leyendo a Gabriel Garcí­a Márquez se recordaba al maestro porque el Gabito afirmaba que escribí­a sus novelas (muchas de ellas con estructura periodí­stica) mientras escuchaba música.

Y en un acto milagroso la música se traspalaba a sus palabras y llegaban a la hoja en la máquina de escribir como si fuera el desfile musical de las palabras.

MIÉRCOLES
30 mil libros leí­dos

El doctor Diódoro Cobo Peña, cardiólogo de niños, impartí­a Filosofí­a en la facultad de Periodismo.

La fama académica lo precedí­a: ocho libros publicados de Filosofí­a, Pedagogí­a y Literatura. Dos, tres libros de poemas. Amigo de José Vasconcelos. En su casa, los libros se amontonaban hasta en los pasillos. Habrá tenido en su biblioteca 20 mil, 30 mil libros.
Todos, leí­dos, decí­a con orgullo.

Uno de sus libros de poemas, Perfil de humo, tení­a varios poemas de amor.
Fogosos. Impetuosos. Llenos de pasión por una mujer, siempre la misma.

Y en las borracheras estudiantiles los compas las recitaban como una biblia del amor y con frecuencia en una serenata con el alcohol circulando desde el occipital hasta el metatarso.

¡Ah!, pero en clase, de pronto un alumno metí­a el desorden y preguntaba al maestro sobre el último juego de su equipo de futbol preferido, entonces el resto de la clase era hablar de deporte.

Así­, se filosofaba en aquella clase del maestro generoso que entendí­a y comprendí­a el latido juvenil.

JUEVES
50 minutos levitando...

Durante los cuatro años de la carrera viví­ seducido y alucinado por la maestra de inglés.

Bárbara Hebrard. Simple y llanamente, materia obligatoria, iba a clases solo para mirarla y admirarla, en silencio, sin nunca, jamás, atreverme a confesarle el mundo vertiginoso que sembraba en el corazón de aquel alumno llegado del rancho, del pueblito, de la aldea.

El resultado fue terrible: siempre reprobaba la materia. Además, claro, de que toda la vida mis neuronas estuvieron peleadas con los idiomas.

Quizá, acaso, por misericordia siempre me aprobaba luego del examen de última oportunidad, declarándome un caso perdido.

En clase quedaba idiotizado, mirando sus ojos azules, su piel blanca, su cuerpo delgado, sus piernas largas, su sonrisa, su cabellera resbalando en el cuello.

Eran siempre todos los dí­as 50 minutos de levitación.

Meses después supe que también era secretaria de redacción del reportero estrella, Bartolomé Padilla.

Y, entonces, la admiración sin lí­mites se disparó a terrenos inimaginables, porque era un lector asiduo de aquel columnista con sus dos, tres columnas que solí­a publicar cada dí­a y que en fin de semana, parece, llegaban a cuatro y cinco.

Terminé los cuatro años de la facultad con 6 de calificación en inglés, aun cuando la maestra siempre estuvo consciente de suscribir un acto de misericordia para ganar indulgencias.

VIERNES
El laboratorio del pecado

José Luis Bolado impartí­a la cátedra de Fotografí­a. Nunca pude comprar una cámara, ni siquiera Polaroid, como la que utilizaba Ernesto “El Ch锝 Guevara en la catedral de la ciudad de México para la foto instantánea que le permitiera comer cada dí­a. Jamás, digamos, la fotografí­a periodí­stica me llamó. Pero, bueno, en clase era obligatoria. Y me valí­a.

Nunca recuerdo haber entregado una foto al maestro. Y, bueno, todos í­bamos a su clase porque la impartí­a en un laboratorio a oscuras.

Y todos parapetados en las sombras, entonces, el cuarto era una agarradera a diestra y siniestra, donde sólo se escuchaban los gritos de las estudiantes molestas e irritadas con los compas abusivos.

El profe seguí­a impartiendo la clase, como si tuviera alrededor a parvulitos disciplinados.

El Alzheimer es canijo. Pero la mayorí­a de los hombres jamás supimos como al final del curso el profe exhibí­a las mejores fotografí­as tomadas en la calle por todos y cada uno de los alumnos, sin excepción.

Oh paradoja, oh milagro: en los cuatro años de la carrera en el renglón de Fotografí­a siempre sacaba diez.

El maestro era, pues, demasiado generoso. Se pasaba de bueno... Es más, era tan bueno que prestaba la llave del cuarto oscuro para que cada pareja hiciera travesuras…


1 comentario(s)

Nora Bertrand González 15 Nov, 2014 - 12:42
Gracias.

Como novata en estos menesteres, quiero decir, en esto de la computadora y el internet, aún no se que significa blog, pero hoy leí en una columna del periodico algo relacionado con su blog, y curiosa como soy, quise saber mas, entré a google y aunque me costó trabajo, pues aún no sé muy bien como preguntarle al buscador, logré encontrarle.
Como lectora incansable, disfruto mucho sus columnas periodísticas, y aunque a mis 68 años prefiero la letra escrita sobre papel, esta mueva tecnología (nueva para mi) me da la oportunidad de leer y disfrutar sus escritos, por ello gracias, muchas gracias.

Reciba con la presente, un afectuoso saludo, mi admiración y respeto.

Atentamente

Nora Berarand González.



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