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A Mil por Hora
Jueves 24 abril, 2014

Cada quien tiene tres homónimos


Caos armado en un hotel donde habí­a cuatro huéspedes con el mismo nombre

En un viaje a Coatzacoalcos, Jorge Arias descubrió que tení­a tres homónimos que andaban por la vida quizá gozando de las mieles, en tanto él se jodí­a.
Una tarde manejó durante cinco horas y llegó cansado a hospedarse en el hotel. Se registró con su nombre y apenas entró a la habitación se tiró a dormir, vestido, pero sin zapatos. Aflojado el cinturón del pantalón para que la panza agarrara su forma con libertad.
Un telefonema insistente lo despertó a la mitad del sueño más profundo. Y cuando dormitado dijo hola, del otro lado del auricular le saludaron con “un buenas noches, doctor”.

Luis Velázquez

Doctor, reviró, pero ni en ciencias ocultas.

--¿Es usted Jorge Arias?

--Sí­, pero no soy doctor.

--¿Seguro? preguntó una voz joven, y de plano, en medio del sueño, colgó el teléfono y lo volvió a descolgar dejándolo por ahí­ en el buró.

Temprano se levantó a desayunar y cuando apenas iba en el café su nombre fue pronunciado en el micrófono que unas personas le esperaban en la administración.

Eran tres señores de la tercera edad de la llamada Adoración Nocturna, custodios de Jesús cada mes en la Catedral para pasar la noche rezando por los pecados y pecadores del mundo.

Según ellos, Jorge Arias era el sacerdote que esperaban para un cursillo de cristiandad.

--Pero no soy sacerdote, les dijo, sin aclarar su oficio de profesor, en tanto rebuscaba en el pasillo para ver si habí­an llegado los amigos citados.

Regresó al café y firmó su cuenta, mientras daba el último sorbo al lechero. El restaurante estaba semivací­o, pues era la mitad de la semana y los meseros se miraban unos a otros y a veces echaban relajo contándose chistes, vaciladas, ocurrencias. Se puso a leer los periódicos y esperar a sus cuates.

Al ratito otra vez lo llamaron por el micrófono y cuando llegó a la administración de algún lado apareció otro Jorge Arias. Era un ingeniero. Y como ninguno de los cuatro se registrara con los dos apellidos, la telefonista se sentí­a enloquecida, en medio de un ataque de nervios por tantas confusiones.

EL CURA COMETIÓ TODOS LOS PECADOS DE LA BIBLIA

Cuatro personas (un médico, un sacerdote, un ingeniero y un profesor) con el mismo nombre, instalados en el mismo hotel, estaban viviendo la vida de todos y la vida propia, originando, incluso, un caos administrativo, porque de pronto como todos firmaban la cuenta del restaurante y la cuenta del bar y los dí­as de hospedaje que iban corriendo, mientras unas cuentas se abultaban las otras hasta disminuí­an.

La telefonista, que luego serí­a declarada la empleada del mes y su foto grande puesta en un aparador a la entrada del hotel, se encargó de ordenar y reordenar el caso.

Primero, habló por teléfono con cada uno de los cuatro Jorge Arias para informarles del congreso de homónimos en el hotel y, por tanto, les pedí­a el segundo apellido y la profesión.

Y segundo, para aclarar paradas invitó un café a los cuatro para conocerse entre ellos por si las dudas hasta medios hermanos serí­an.

El conciliábulo se efectuó una noche en un café que se convirtió en una cena y luego en una borrachera hasta las 4 de la mañana.

Incluso, el cuarteto terminó en el prostí­bulo nombrando de antemano al sacerdote presidente del Club de Arrastre, algo así­ como el conductor designado, conscientes y seguros que el curita estaba resignado de antemano a conservar su castidad.

Pero se equivocaron. Feliz el padre de tener tres homónimos, pensando en Marí­a Magdalena que fuera perdonada por Jesús, fue el más destrampado de la noche, a tal grado que contrató a un par de cortesanas para cometer, dijo, todos los pecados de la carne condenados en la Biblia.

Al otro dí­a, resucitados a la vida, bien bañaditos, olorosos a jabón, sin los resquicios de la noche anterior, comieron juntos en el restaurante, intercambiaron teléfonos y direcciones de los pueblos donde cada uno viví­a y se juraron amistad eterna; pero cada uno se fue por su camino y nunca, jamás, volvieron a reunirse, pues cada uno viví­a en el otro extremo del paí­s.


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