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Crónicas
Miércoles 23 abril, 2014

A mitad de la noche $10 millones dejados en un volchito


•Un hombre solitario arriesga su vida para salvar otra vida
•Los malosos lo fueron guiando a través de un celular cuyo número jamás conoció
•Cardiaca espera en “El árbol de la noche triste”

Parte III y última

“Cuatro meses después mi hijo pactó con el jefe de los malosos mi libertad: 10 millones de pesos. Y la entrega del dinero ocurrió así­: en una cajita dejaron un teléfono celular, cuyo número...

Luis Velázquez

nunca supimos, en la puerta de la casa en una madrugada.

Un hombre solitario, que entregarí­a el dinero acomodado en un maletí­n negro, debí­a agarrar la autopista de Veracruz a Xalapa, a las 6 de la tarde, con el celular en la mano para recibir instrucciones y trepado en un volchito color rojo, sin placas y con el tanque de gasolina lleno.

La primera llamada la recibió cuando se acercaba al puente de San Julián: “Sigue de frente y te detienes en la caseta de La Antigua, frente a los baños” le dijeron.

El hombre solitario miró por el espejo retrovisor y ningún automóvil ni camioneta lo seguí­a. Pensó, incluso, que los malandros estarí­an escondidos por ahí­, atrás de un árbol, y miró a los lados y sólo divisó a lo lejos una vaca pastando acompañada de un becerrito.

Siguió manejando, mirando de vez en vez el maletí­n en el asiento del copiloto, y con el celular en la mano, pendiente de la llamada imprevista.

En la caseta de La Antigua pagó el boleto sin mostrar los nervios y hasta dando las buenas tardes a un empleado del turno. Y se estacionó frente a los baños.

En un principio, pensando que luego luego le hablarí­an por el celular, se mantuvo con el motor encendido para arrancar de inmediato. Pero 10 minutos después lo apagó. Y sin moverse, quieto, quietecito, esperó.

Una hora estuvo ahí­. Miró el reloj y eran las 7:15 de la noche. Ya estaba oscuro, cuando un hombre con sombrero y lentes negros, bigote tupido al estilo de Bienvenido Granda, nariz aguileña, camisa roja de manga larga y zapatos vaqueros, se le acercó y le dijo:

--Dame tu celular.

Y se lo dio y luego de entregarle otro teléfono le dijo que esperara y desapareció en la noche, caminando.

El hombre solitario ni siquiera se atrevió a voltear para ver en qué automóvil o camioneta se trepaba.

ARRIESGABA SU VIDA PARA SALVAR OTRA VIDA

10, 15 minutos después, recibió otra llamada.

--Sigue manejando rumbo a Nautla, le dijo la voz de un hombre, el tono firme, voz de mando, ahorrativo en las palabras.

Encendió el motor del volchito, dejó pasar un tráiler con un par de contenedores y se enfiló en la autopista.

Sintió que la noche estaba más negra que nunca, porque en el retrovisor solo miraba las luces de los coches y camionetas que lo rebasaban, mientras él manejaba a 70 kilómetros por hora, como le habí­a ordenado el jefe de los malosos al hijo del a señora secuestrada.

Ni siquiera encendió la radio para hacerse compañí­a por temor a que el celular sonara y no lo escuchara.

Solo en la carretera, con 10 millones de pesos en un maletí­n, con la tortura psicológica de los malosos, la angustia lo empezó a consumir pensando en su destino y en el destino de su familia, ellos, que viví­an de su sueldito como chofer, sin Seguro Social ni Infonavit, y arriesgando la vida para salvar otra vida.

Antes de salir de Cardel, en la desviación al ingenio El Modelo, hay un árbol gigantesco como “El árbol de la noche triste” donde Hernán Cortés llorara. Y cuando se acercaba el celular volvió a sonar y le ordenaron detenerse a un ladito del árbol.

Y esperar.

Aquel hombre solitario sintió que se trataba de una rudeza innecesaria, pues con el dinero listo podí­a entregarlo y ya, largarse; pero al mismo tiempo supo, estuvo consciente, de que apostaban a destrozar sus nervios.

Y de paso, claro, comprobar si, en efecto, nadie lo seguí­a ni tampoco los familiares de la señora habí­an avisado a la policí­a.

Dos horas permaneció debajo del “írbol de la noche triste”, mientras reposaba la pelí­cula de su vida.

Hacia la diez de la noche el celular sonó con la siguiente orden:

--Agarra camino al ingenio La Gloria.

UNA PATRULLA POLICíACA SE LE APAREA

Por fortuna, conocí­a la región. Además, en carretera siempre acostumbraba registrar los nombres de los pueblos y su memoria fotográfica y geográfica le ayudaba.

Apenas habí­a entrado a la desviación al pueblo cuando se topó con una patrulla policiaca con dos uniformados, el piloto y el copiloto, encaramados, y lo detuvieron.

--Vas bien, le dijeron. Por ahí­ es el camino.

El hombre solitario olió el sudor agrio en sus manos. También se detuvo en los latidos desbocados de su corazón. Y hasta sintió que las piernas le temblaban, como le sucedí­a siempre que terminaba de hacer el sexo frenético.

Y siguió manejando. Despacio. A vuelta de rueda, porque el camino estaba accidentado. Y era la noche.

Antes, mucho antes de entrar al pueblo, en una curvita, los árboles a los lados, los matorrales tapando más la visibilidad en la noche más negra de su vida, sonó el celular.

--Alto, le ordenó otra voz.

Y apagó el motor.

Entonces, a lo lejos del camino, miró las luces de una camioneta que se detení­a y luego enseguida apagaba las luces y el motor.

Y así­ estuvieron en una especie de guerra de nervios.

El hombre solitario mirando la camioneta como a unos cien metros, calculó. Y viceversa, los tripulantes de la camioneta mirando el volchito.

La oscuridad era intensa porque el pronóstico del tiempo era que aquella noche serí­a sin luna. Y hasta los grillos dormí­an, ni siquiera uno, por ahí­, destanteado, que cantara. Faltaba mucho para que amaneciera y los gallos cantaran. Ni siquiera se miraba el humo de la chimenea del ingenio trepando al cielo. Tampoco oí­a a lo lejos el ruido de los coches pasando en la carretera.

Pero, además, y en la noche, el camino era solitario. Y más con la fama pública de un Veracruz codiciado por los carteles cuando todo mundo se recluye en sus casas, como si vivieran en un Estado de Sitio.

DIEZ MILLONES DE PESOS A MITAD DE LA NOCHE

Quizá una hora después, escuchó el celular y sin esperar a que sonara por segunda ocasión, lo contestó.

--Sí­, señor.

--Te bajas del carro. Dejas el maletí­n en el asiento. Dejas el coche. Dejas el celular en el asiento. Y te vas caminando a la carretera.

Lleno de nervios, mirando la noche, temeroso de un asalto, tuvo la imprudencia de decir que el volchito era suyo.

--Era. Ahora es mí­o.

Y le colgaron.

En medio de la noche, con una emergencia urinaria desde hací­a un ratito, se bajó del volchito y caminó. Unos 10 metros después, con la prisa encima, se puso a orinar a orilla de la carretera vecinal. Siguió caminando, como Lot, sin voltear para atrás, temeroso de que un balazo lo atravesara por indiscreto.

Y cuando llegó a la carretera federal, supo que estaba indefenso cuando trató, en vano, de un levantón. Nadie se detendrí­a en la noche turbulenta. Se hizo a un lado de la autopista y se tiró al suelo debajo de un árbol, encima de unos matorrales.

A lo lejos oyó el murmullo del Golfo de México. Ni una estrella, ni la luna, en la noche. Entonces, decidió contar uno por uno los automóviles y camionetas que pasaban en la carretera como quien cuenta los borregos para ver si el sueño llegaba por el cansancio y los nervios y la angustia de seguir vivo.

Así­ lo sorprendieron las primeras luces de la madrugada cuando decidió un autobús de pasajeros de regreso a casa.

Un dí­a después, la señora de 65 años, secuestrada en la ciudad de Veracruz, era liberada a mitad de la noche en Perote.

Y desde entonces vive encerrada en su casa, sin asomarse a la calle. Ahora, escucha misa; pero en la televisión. Y a veces, el sacerdote le lleva la comunión…


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