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A Mil por Hora
Martes 22 abril, 2014

El peluquero que contaba historias


•Cada vez que cortaba el pelo reporteaba a los clientes y luego reciclaba la información, confundiendo la realidad con la ficción
•Iba al cine para aprender técnicas narrativas con que sorprender al cliente

Muchos años después Jorge Arias recordarí­a que su oficio de reportero tení­a sus orí­genes en el pueblo de su infancia, cuando su padre lo llevara por vez primera con el único peluquero, quien cada vez que le cortaba el pelo le contaba un montón de historias sobre las vidas ajenas, sin respetar edades ni siquiera, vaya, al par de sacerdotes que todos los dí­as rezaban el padrenuestro y oficiaban misa los domingos.
Entonces, se tení­a la certeza de que sólo en el molino

Luis Velázquez

de nixtamal, donde se juntaban las señoras a moler su nixtamal para echar tortillas a mano en el comal en la lumbre, unas a otras se intercambiaban los chismes del pueblo.

También se pensaba que en el mercado las mujeres a la hora de comprar los alimentos para el itacate del dí­a representaban el más alto intercambio de información de los chismes de la tarde y noche anterior.

Pero para Jorge Arias el peluquero fue la más alucinante revelación, porque desde las 7 de la mañana cuando abrí­a su changarro hasta las diez de la noche en que la pasaba cortando el pelo a niños, adolescentes, jóvenes y señores maduros y ancianos, a cada uno reporteaba en su vida pública y privada y en la vida de los familiares y vecinos y conocidos.

Así­, y con una gran habilidad para contar la historia de los demás, picaba la curiosidad humana narrando alguna confidencia de otros y sin que el cliente en turno lo advirtiera terminaba reporteando al más discreto de los paisanos.

Incluso, a su peluquerí­a llegaba como suscripción el periódico regional y en la espera lo prestaba, cuando él mismo lo habí­a leí­do antes de iniciar la faena laboral, y con frecuencia solí­a mezclar y entremezclar la información publicada en el diario con los chismes del pueblo, confundiendo la realidad con la ficción.

El peluquero también era un cinéfilo y nunca, jamás, se perdí­a las pelí­culas de la semana, que solí­a mirar dos veces para descubrir y redescubrir, según afirmaba, los pequeños grandes detalles que vuelven creí­ble una historia.

Por eso Jorge Arias pensaba que el peluquero le habí­a encaminado al ejercicio reporteril con una ferviente devoción para seguir la pista a la historia de cada persona y personaje; es más, hasta con una técnica para escribir.

Según se ufanaba, en el cine siempre estaba pendiente de las partes más intensas, culminantes, donde la historia llegaba al momento vertiginoso, porque así­, de igual manera, con tales elementos narrativos una historia debí­a contarse.

Y si el cine, afirmaba, tení­a la imagen y el sonido para sorprender al espectador, él como peluquero sólo tení­a la palabra para mantener el interés de sus clientes para que lo siguieran prefiriendo.

UNOS CRISANTEMOS PARA EL PELUQUERO DEL PUEBLO

En realidad, decí­a, fue desarrollando la técnica de contar historias para alimentar la imaginación de los clientes, y más, mucho más, de los niños que de tan inquietos, incapaces de conservar el sosiego por más de cinco minutos, se llevaba hasta una hora cortando el pelo, con lo que sus ingresos disminuí­an.

Por eso, reporteaba a todos para tener relatos qué contar. Por eso leí­a el periódico antes de abrir el changarro. Y por eso mismo iba al cine para aprender los secretos de la narración.

Pero también, gracias a aquel peluquero que únicamente estudiara hasta el sexto año de primaria y nada sabí­a de los clásicos, Jorge Arias fue desarrollando su gusto por el periodismo y antes de concluir la educación básica, ya sabí­a que su único destino serí­a contar la historia de cada dí­a.

Lo supo más cuando en Reyes su abuelo le obsequiara la Biblia, el más prodigioso libro de relatos, le dijo, donde ocurren las historias más inverosí­miles, como aquella, le decí­a su abuelo con una sonrisa, cuando Dios creó al mundo en seis dí­as y en el séptimo se puso a descansar, cansado y agotado de aquel esfuerzo descomunal que hasta a Superman hubiera fatigado.

Para entonces, claro, ya habí­a leí­do cada semana las historias de Superman, Tarzán y El llanero solitario, y creí­a en la existencia de todos ellos con más certeza que aquel relato donde enojado Dios con Sodoma y Gomorra por haber defraudado su confianza… incendió el par de ciudades.

A veces, en el dí­a mundial de los contadores de historia, viaja al pueblo donde vivió su infancia y lleva una docena de crisantemos blancos a la tumba del peluquero para darle las gracias, porque sin ningún conocimiento de psicologí­a supo descubrir su vocación que le ha permitido ser feliz y estar en paz consigo mismo.


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