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Crónicas
Lunes 21 abril, 2014

“Lo peor del secuestro fue que con nadie platicaba”


•Un dí­a, una noche quizá, descubrió que un ratón merodeaba en aquel cuarto oloroso a humedad y se puso a charlar con el animalito para sentirse acompañada

Parte II

“Durante cuatro meses permanecí­ secuestrada. Pero lo peor de aquel cautiverio fue que durante 120 dí­as nunca platiqué con nadie. Claro, una señora me alimentaba. Pero entraba al cuarto oloroso a humedad donde me tení­an, me dejaba la comida y se iba.

A veces, incluso, ni siquiera los buenos dí­as me daba.

Toda mi vida he estado acostumbrada a platicar con los mí­os. Desde niña, mi madre me enseñó a contarnos todos. Platicaba con mis padres. Platicaba con mis hermanos. Platicaba con mis amigas. Seguí­ platicando con mi esposo. Y con mis hijos. Un hijo mí­o, por ejemplo, vive en la ciudad de México y cada domingo me habla por teléfono y nos pasamos una hora pegados contándonos cosas.
Por eso, lo que más me dolí­a era el silencio a mi alrededor. Tanto que de plano terminé hablando conmigo misma. A veces, claro, hablaba con mi tono de voz natural. Le contaba a mi esposo, ya muerto, lo que estaba viviendo. También hablaba con mis hijos. Y mis nietos, que andan por ahí­.

Un dí­a, quizá era de noche, me pareció oí­r en el cuarto el chillido de un ratón. Y me puse tiesa y tensa. En alerta, tratando de confirmar que un ratón me acompañaba. Hasta me pareció sentir sus pasitos. Y le hablé con ternura, de igual manera como hablo con un par de canarios que tengo en casa y que cada mañana cuando me miran me dan los buenos dí­as con un trinido.

Como loquita me dio por hablar con el ratón. Incluso, agarraba pedacitos de pan, de tortilla, de carne, y los tiraba al tanteo para que me agarrara confianza. Oí­ su respiración y me sentí­ a gusto. Entonces, me senté en el piso y extendí­ las manos y esperé a que pudiera acercarse a picotear algunos de mis dedos. Nunca lo hizo.

“ME HUNDí EN LOS RECUERDOS PARA SENTIRME VIVA”

Muchas, muchí­simas horas las pasé en vela. Vendada, nunca supe si era de dí­a o de noche. Pero siempre me sentí­ en el insomnio. Dormitaba y la tensión me despertaba. Y con tantas horas en el vací­o solo me quedó repasar mi vida, esperando que me dejaran en libertad.

A los 65 años me puse a platicar con la muchacha que habí­a sido a los 15, a los 20, a los 30. Y hasta llegué a reprocharme cosas de mi juventud. También, claro, fui feliz recordando las horas y los años con mi esposo, hasta que murió de un sí­ncope cardí­aco, enfermo como estaba de Alzheimer y con cáncer en la próstata.

Y aun cuando sus tres enfermedades fueron tristes, como por ejemplo, perder la memoria y volverse una persona vegetativa que a nadie conoce, me acuerdo que siempre me consolaba, porque de cada 10 hombres de la sexta, séptima década, 9, mí­nimo, padecen de la memoria y de la próstata.

Y, bueno, los males de la vejez son inevitables, por más operaciones plásticas que existan para mirarse joven. Por fuera, uno sabe, se puede ganar juventud, pero por dentro, el corazón se arruga.

“LOS RECUERDOS DE LOS MíOS ME MANTUVIERON VIVA”

Entendí­ que los malandros seguí­an negociando con mi familia. Pero ellos nunca lo dijeron. A veces, la señora de la comida solo me decí­a que pronto me irí­a a casa y así­ como habí­a abierto la puerta del cuarto para entrar desaparecí­a sin decir adiós. Pero a la semana y al primer mes y al segundo, me quedó claro que solo me vendí­a esperanzas. Y a mi edad vivir de la esperanza es consuelo de tontos.

El cuarto aquel tení­a un baño, pero con llave, para obligarme así­ a pedir a la señora que lo abriera cuando lo necesitara, y lo que era una forma sicológica de doblarme, según ellos. Aprendí­, entonces, más que nunca a programar mis urgencias biológicas que desde siempre han estado calculadas luego de 65 años de caminar en la vida.

También aprendí­ a convivir con el remordimiento porque en cuatro meses nunca fui a misa y desde niña crecí­ con la obligación de escuchar cada domingo, consciente y segura que es pecado mortal faltar un domingo. Y ni modo que los malosos me pusieran la tele en el canal donde cada ocho dí­as ofician misa, si me tení­an condenada a las 4 paredes de un cuartito oloroso a humedad y a otros cuerpos humanos que habí­an pasado por ahí­.

En aquellos años cuando José Martí­ viví­a en Estados Unidos y luego se fue a la guerra por la libertad de Cuba decí­a que en su recuerdo siempre estaban los suyos. Y los mí­os en los cuatro meses secuestrada me mantuvieron viva, resignada a lo que Dios permitiera”.


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