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A Mil por Hora
Viernes 18 abril, 2014

La dicha de roncar en el cine


•Breve recuerdo de un chico que solo iba al cine a dormir en una butaca y se convertí­a en el reality show

Hacia el final de la adolescencia, Jorge Arias tení­a un premio el viernes en la tarde en el pueblo: ir al cine a la función de las 8 de la noche con los amigos de la escuela secundaria. Entonces, exhibí­an dos pelí­culas, mexicanas, claro, en blanco y negro. Era el siglo pasado.
Con dos y tres compañeros ocupaban los asientos de la última fila, siempre de espaldas a la pared para, digamos, tener el escenario completo. El arcoí­ris.
Las pelí­culas de Marí­a Félix con Emilio “El Indio” Fernández y Pedro Armendáriz con Dolores del Rí­o desfilaban una, dos, tres veces al mes, que se disfrutaban, claro, comiendo palomitas con un refresco de cola, en un pueblo donde

Luis Velázquez

el cine era el único entretenimiento, aun cuando las cantinas y un par de prostí­bulos esperaban la entrada de la juventud aún tardí­a.

Sin embargo, Jorge Arias y sus amigos iban al cine para disfrutar una vivencia más atractiva: la fila de adelante siempre en la misma butaca, la tercera de izquierda a derecha, era ocupada por un joven que a los 5 minutos de iniciar la pelí­cula quedaba dormido en el más profundo, inalterable, sueño.

Era bajito y redondo con brazos fornidos y musculosos. Apenas y habí­a cursado la primaria. Y ni modo, la vida quiso que debí­a trabajar a temprana edad y en el pueblo solo pudo contratarse de panadero. Entraba en la madrugada, 3, 4 de la mañana, y le tocaba cuidar el horno.

Y por tanto, solo iba al cine a dormir. Y dado los 20, 30, quizá 40 kilos de más, roncaba con unos decibeles que a veces parecí­a estar en el trance de la muerte inminente por ahogamiento.

Roncaba, y con frecuencia el tono, la intensidad del ronquido, era superior al volumen de las voces en la pelí­cula, de tal modo que para todos los cinéfilos se convertí­a en el show.

Algunas veces una mano generosa intentaba despertarlo. Pero así­ pasara frente al cine el ferrocarril silbateando en la noche nada lo despertaba.

Entonces, Jorge Arias y sus amigos descubrieron que el gran atractivo cinematográfico de Marí­a Félix y Emilio “El indio” Fernández habí­a sido rebasado por aquel joven panadero que solo entraba al cine a roncar en la butaca incómoda.

EL ÚNICO DESTINO EN EL PUEBLO

Una pelí­cula terminaba y en el cine daban 15 minutos de receso para atragantarse en la dulcerí­a y el joven panadero seguí­a roncando.

Y cuando la segunda pelí­cula empezaba a proyectarse iba en el quinto, en el sexto dueño, de tal forma que un dí­a, de plano, el gerente del cine ordenó que por ningún concepto le cobraran y hasta le extendieron un pase del 100 por ciento, pues todo mundo habí­a comprobado de manera cientí­fica que le encantaba dormir en el cine en vez de en la casa de sus padres.

Nunca se le conoció una novia que invitara al cine. Tampoco un amigo. Ni siquiera un colega panadero. Iba solo al cine. Y jamás platicaba con el vecino de asiento.

Huraño, parecí­a marcar una raya de los demás. Y al mismo tiempo, respetuoso de todos, pues con nadie se metí­a.

Desde luego, ahora cuando se le recuerda como parte de la ciudad que se fue en el siglo pasado quizá era el joven más feliz de todos, porque le gustaba arrullarse con la lucecita del proyector que emergí­a de la cabina a la pantalla y con las voces de los artistas, donde, claro, siempre desfilaban los mariachis y las zapatillas de Marí­a Félix taconeando en el piso de madera de las casas antiguas, con su cinturita de abeja y las cejas arqueadas sorprendiendo al mundo.

Jorge Arias ha olvidado su nombre. Pero aquel muchacho está ligado al recuerdo del único cine que hubo en el pueblo donde su generación dejara la adolescencia para entrar a la juventud.

Un dí­a, ni modo, todos ellos dejaron el pueblo para irse a otra ciudad a estudiar el bachillerato, conscientes y seguros de que de haberse quedado hubieran terminado como el chico de los ronquidos cinematográficos, trabajando en una panaderí­a, aun cuando también su destino habrí­a en el surco sembrando maí­z y frijol, y en el mejor de los casos, como migrante, donde terminaron todos sus primos.


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