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8 Columnas
Sábado 19 abril, 2014

“Yo fui secuestrado”


•Estoy con vida porque de inmediato pregunté cuánto era del rescate

Luis Velázquez

Sospecha de que el gerente del banco está aliado con los malandros
Un millón de pesos en un sobre amarillo
El rí­o Blanco, convertido en un cementerio privado de los sicarios
Supe que era de madrugada cuando a lo lejos oí­ el gemido de una gata haciendo el sexo

“El 4 de febrero fui secuestrado. Un primo hermano me tendió una trampa y me entregó a los malandros. Me detuvieron a la orilla del rí­o Blanco a las 7 de la mañana y treparon a una camioneta. Me vendaron y ataron las manos hacia atrás de la espalda con unas esposas.

En el camino, en un viaje por carretera, porque sentí­a la velocidad a que iban y solo de vez en vez escuchaba un automóvil, fui pensando con frialdad la actitud que debí­a tomar.

Luego, quizá una hora, dos horas, entramos a una ciudad. Lo supe porque a cada rato, quizá en un alto del semáforo, la camioneta se detení­a. Lo supe, porque a los lados escuchaba un montón de cláxones.

Después, llegamos a un lugar, casa de seguridad, me bajaron y tiraron en un cuarto donde al ratito, en el silencio, escuché el latido de otras personas. Yo seguí­a pensando la forma de actuar en casos así­ que habí­a visto en pelí­culas de terror.

En la tarde, vendado y esposado, me llevaron a otro cuarto. Ahí­, y para aclarar paradas, un hombre con voz de mando, voz de trueno, me dijo “estás secuestrado”. Unos segundos quedé en silencio. Y me armé de valor. Y le pregunté cuánto querí­an de rescate.

El hombre aquel me contestó con otra pregunta. ¿Cuánto tienes en tu cuenta bancaria? 800 mil pesos, dije. Dame el número de tu cuenta y el banco, ordenó. Y se lo di… que por fortuna sabí­a de memoria, profesional de la memoria como me creo y siento.

Entonces, delante de mí­, marcó un número en su celular y cuando le contestaron ordenó hablar con el gerente y le dijo: “Dame el saldo de” tal número de cuenta. Esperó unos segundos. Y de inmediato le dijeron: 800 mil pesos.

Y colgó.

El hombre de la voz de trueno me dijo: “Haz ganado un puntito. Tienes 800 mil pesos en tu cuenta. Pero queremos un millón. Te faltan 200 mil pesos”.

Así­, pedí­ que me prestara el teléfono para hablar con mi padre. El hombre me pidió el teléfono de mi padre. Y él mismo marcó. Mi padre contestó en el otro lado del auricular y a sangre frí­a le dije:

“Papá, estoy secuestrado. Me hacen falta 200 mil pesos. ¡Ayúdame! ¡Estoy bien!”, dije a mi padre, un hombre de 75 años de edad, que padece del corazón desde los 30 y se ha mantenido con un Norvaz todos los dí­as luego de desayunar.

OLí EL MIEDO EN EL SUDOR DE LOS DEMíS

El hombre de la voz de trueno calló. Sentí­ en los brazos unas manos gordas, fuertes, como tenazas, que me levantaron del asiento y llevaron otra vez a la habitación donde otros secuestrados me esperaban.

Igual que las horas anteriores, me acomodé en un rincón, de espaldas a la pared. Vendado y atado. Gracias al silencio y al miedo escuchaba la respiración de los otros. Ellos también me oí­an.

Escuchando los latidos del corazón nos agarramos confianza. Y comenzamos a platicar con monosí­labos. Cómo te llamas. Cuántos dí­as tienes secuestrado. De dónde eres. Te han dado de comer. Cuánto te piden de rescate.

Aquellos hombres tení­an dí­as y noches plagiados. Lo supe cuando olí­ el cuarto. El sudor concentrado. El olor a rancio. A humedad. La mezcla y entremezcla de olores de varios cuerpos humanos. El miedo y la tensión que también huelen, como los animales de la selva cuando se miden antes de la pelea. También lo supe cuando olí­ un montón de pedos revoloteando en el cuarto cerrado y en donde todos con los ojos vendados ignoraban si era dí­a o de noche.

Los dí­as que permanecí­ secuestrado también supe del olor del miedo cuando en el dí­a y en la noche escuchaba el ruido de unas camionetas que se iban y llegaban. Y cuando de pronto, zas, de madrazo, con una patada, los secuestradores abrí­an la puerta del cuarto donde estábamos y tiraban de madrazo a otro plagiado. Y/o cuando entraban y se llevaban a uno de los que estábamos ahí­, quizá a otra casa de seguridad, acaso liberado porque los familiares habí­an pagado el rescate.

Me secuestraron a las 7 de la mañana y me dieron unas tortas y un refresco en la noche. Serí­an como las ocho de la noche. Lo supe cuando abrieron la puerta y a lo lejos escuché la voz de la doctora Pola, aquella de “Caso cerrado” en la televisión.

SUPE QUE ERA LA MADRUGADA CUANDO Oí UNA GATA GIMIENDO

La primera noche de mi secuestro la pasé casi en vela. Sobresaltado. Esperando. Pensando madre y media. Mi esposa. Mis hijos. Mis padres. Oyendo el rechinar de las camionetas que se iban y llegaban. Los pasos acelerados de aquellos hombres con sus botas. El silencio de los compañeros plagiados.

Todas las horas de la noche la pasé sentado en el piso, de espaldas a la pared. Me dolí­an las manos con las esposas puestas. Padezco claustrofobia. Y con los ojos vendados me sentí­a atrapado en un túnel, peor tantito, en una de sus cámaras de hospital donde te meten para hacerte radiografí­a y en donde te acomodan como si estuvieras en el féretro.

Claro, quizá hacia la madrugada me habí­a arrepentido de todos mis pecados y pedido perdón a mi esposa. Me dolí­a que solo de vez en vez abrazara a mis hijos y les dijera que los amaba, porque a veces uno necesita que se lo digan, aunque estemos seguros.

Horas después supe que era la madrugada. Lo supe cuando a lo lejos oí­ una gata gimiendo anunciando su placer; pero también la noche que se iba. Al ratito, en algún árbol cantaba un pajarito.

UN PAQUETE CON UN MILLÓN PESOS EN EL ESCRITORIO DEL GERENTE

Ya hablé a tu padre, me dijo el hombre de la voz de trueno cuando una mañana me llevaron otra vez a su despacho. Vamos al banco, ordenó.

Otra vez me treparon a una camioneta, vendado y atado. Y ahora, custodiado por dos pistoleros. Uno de cada lado. Un chofer manejando. Un copiloto, el jefe.

Durante un ratito dimos vueltas en la ciudad. Lo hicieron, claro, para despistarme. Y cuando llegamos al banco en una plaza comercial, me quitaron la venda y las esposas y el jefe me dijo:

--Ahí­ está el banco. Vas a entrar acompañado de mi gente. Si te pones cabrón te chingan y chingan a la gente que esté ahí­.

--Está bien, señor, dije.

--Adentro del banco te vas derechito al escritorio del gerente. En el escritorio tendrá un paquete. Lo tomas y pa”™atrás. Aquí­ te espero.

Flanqueado por un par de pistoleros jóvenes, garrudos, vestidos con pantalón vaquero, con botas, sombrero, entré al banco.

Y, claro, me fui derecho al escritorio del gerente. Y en efecto, ahí­ estaba el paquete. Un millón de pesos en efectivo.

Tomé el paquete y el gerente como si fuera aliado, cómplice, de los malandros, me esperaba.

Incluso, ni una palabra cruzamos. Es más, ni siquiera volteó a mirarme, como si yo fuera su secretario de confianza, su chofer.

Sin voltear a los lados para ver, digamos, si por ahí­ estaba un conocido, con el paquete del dinero en un sobre amarillo grande, custodiado por los sicarios, salí­ del banco y trepé a la camioneta. De inmediato, me vendaron y pusieron las esposas.

UN RíO CONVERTIDO EN UN CEMENTERIO PRIVADO DE LOS CARTELES

Durante un rato, una hora calculé, dimos vueltas en la ciudad. Luego, sentí­ que í­bamos en carretera. El chofer aceleró la camioneta como si fuera en una mesa de billar sin nadie a los lados.

El jefe ni siquiera contó el dinero. Tampoco me dijo que estaba completo.

Todos en silencio, traí­an apagado el radio de la camioneta ni tampoco pusieron música.

Entonces, el chofer se detuvo. Vendado y atado me bajaron. Sin decir palabra. Sin madrearme.

Hasta me ayudaron para pisar en seguro.

A orilla de la autopista de Veracruz a Xalapa, pasando Cardel, me quitaron la venda y las esposas. Y ahí­ me dejaron. ¡Suerte! me gritó el jefe como burlándose con una risita que me pareció siniestra. Se perdieron en la carretera.

Hacia el mediodí­a, lleno de miedo por si regresaban, me fui caminando hasta llegar a una gasolinera. Y le fajé al empleado. Le dije que habí­a sido secuestrado y me acababan de liberar. Le pedí­ prestado su celular. Y hablé a mi padre que mis hermanos fueran por mí­.

Fui liberado porque les fajé sin rodeos. Y con la verdad. Ahora, mi vida se ha reducido. De casa a la oficina. De la oficina a la casa. Ando con dos pistoleros. Armados como si fueran mis guardianes. Y estoy aprendiendo a manejar la pistola. Mi familia también trae escoltas. La próxima ocasión podrán secuestrarme; pero antes me chingo a uno, o a dos, o a los que se pueda.

Y al paso que voy tendrán que agarrarme de sorpresa y por la espalda, porque si es de frente me llevo a todos.

Y por supuesto, ahora ni salgo solo a la calle ni tampoco salgo en la noche. Lo evito. Es el único camino que los polí­ticos nos han dejado. En Veracruz, los narcos mandan. Ayer, leí­ el periódico. Un funcionario declaró que los secuestros habí­an disminuido. Pero me queda claro: los periódicos sólo publican mentiras. Yo fui secuestrado y gracias a Dios regresé del infierno. A otros, los han matado y sepultado en fosas clandestinas. Lo digo yo que vivo a orilla del rí­o Blanco y que está convertido en un largo y gigantesco cementerio privado de los malandros”.


1 comentario(s)

Pp 19 Abr, 2014 - 18:03
aaa q buena historia. Falto mas credibilidad pero buena

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