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A Mil por Hora
25 enero, 2015

El Alzheimer de mi padre

Un dí­a, el resplandor de sus ojos llenos de vitalidad y la sonrisa perpetua en los labios se apagaron. Fue aquel tiempo cuando sus neuronas sufrieron un cortocircuito y sus tejidos se desprendieron
Un instante de lucidez el dí­a cuando le presenté a mi nieto...

Los últimos siete años de su vida mi padre estuvo enfermo de Alzheimer. Llevaba una vida vegetativa a partir de que poco a poco los tejidos de las neuronas se le fueron desprendiendo y empezó a perder la memoria. Murió de un infarto al corazón; pero desde antes el mal lo habí­a consumido.

Luis Velázquez

  • La memoria del olvido

Habí­a en mi padre muchas cualidades y atributos. Pero hoy domingo quisiera recordar el fulgor de sus ojos y la eterna sonrisa con que siempre hablaba y enfrentaba los dí­as y las noches. Y las madrugadas porque durante más de 60 años se levantó a las 2, 3 de la mañana para iniciar su trabajo como el molinero del pueblo.

Sus ojos expresaban el estado de ánimo, siempre siempre siempre llenos de vitalidad. Parecí­a como si de manera perpetua un resplandor de alegrí­a y vida relampagueara en sus ojos. Nunca registré en sus ojos una sombra de tristeza. Aún en las horas más difí­ciles de su vida (la muerte de sus padre y de unos hermanos, la angustia económica, el dí­a cuando murieron las dos únicas vaquitas que tení­a en su parcela ejidal; pero que le permití­an la ordeña para llevar leche a casa), sus ojos eran siempre como los ojos de un niño feliz.

En silencio solí­a escuchar a los demás y en sus ojos, llenos de curiosidad y asombro, su sonrisa alternaba, mejor dicho, se multiplicaba y agigantaba con la sonrisa de sus ojos. Incluso, hasta cuando le platicaban de cosas adversas, sonreí­a, en una especie de actitud ante la vida, dando a entender que nada estaba por encima de la capacidad humana para sobreponerse a la adversidad.

Un dí­a, así­ nomás, las neuronas se le empezaron a agrietar y poco a poco cayó en el Alzheimer. De pronto, por ejemplo, comenzó a olvidar nombres, lugares, hechos, recuerdos, en cosas tan sencillas como cuando se preguntaba dónde habí­a dejado las llaves de la casa que, bueno, tení­a en la bolsa del pantalón.

El deterioro fue lento. Pero el ramalazo fue terrible porque al mismo tiempo que llegó el mal también perdió el resplandor de sus ojos y la sonrisa. Un dí­a dejó de sonreí­r para el resto de su vida, los últimos siete años, los más duros porque estaba entre nosotros y, al mismo tiempo, permanecí­a ausente, en estado vegetativo.

Un dí­a, en aquellos largos y extensí­simos siete años, le llevé a mi nieto cuando tení­a tres meses a presentárselo. El bisnieto frente al bisabuelo. Uno al otro mirándose en silencio, digamos, como escudriñándose, tratando de conocerse y reconocerse, guardarse en la memoria y en el recuerdo para que el olvido nunca los olvidara.

UN COCUYO EN LA OSCURIDAD

Y como según el pediatra los bebés sonrí­en unas 400 veces al dí­a, el bisnieto empezó a sonreí­r mientras observaba al bisabuelo.

Y entonces un relámpago atravesó los ojos y los labios de mi padre, porque una vez más advertí­ en sus ojos negros el resplandor de la mirada que siempre tuvo en su vida y también miré en sus labios la mitad de una sonrisa.

Luego, en aquel trance hipnótico, mi padre levantó la mano derecha y en el aire, titubeando, extendió la mano completa buscando un dedo de mi nieto.

Y lo ayudé. Puse la manita del niño en sus manos y la mano del abuelo y la mano del niño quedaron enlazadas y entrelazadas.

Mirándose.

En silencio.

Sin necesidad de pronunciar una palabra, una sola palabra, porque con sus miradas dialogaban, de igual manera, digamos, como atónitos se mira un amanecer a la orilla del mar, la luz absorbiendo las luces tí­midas de la noche que se va.

Fue, digamos, una lucecita en medio de un túnel kilométrico. Un relámpago en la oscuridad. Un cocuyo en la noche. Un instante, mejor dicho, unos segundos, mientras mi padre miraba a mi nieto.

Y, por supuesto, la dicha inmensa de aquel segundo de lucidez. Por desgracia, ninguna palabra pudo hilar mi padre; pero entonces desde el abismo de mi corazón le dije al oí­do que lo amaba, que siempre lo habí­a amado, consciente y seguro de que acaso, quizá, en algún rincón lejano del corazón me entenderí­a; pero al mismo tiempo, estaba imposibilitado para contestar.

La felicidad, no obstante, fue tan inmensa que nunca la he olvidado porque además, el esfuerzo mental lo agotó tanto tanto tanto que un segundo después quedó dormido.

Abracé a mi nieto y le dije que lo amaba y nos quedamos mirándolo en el reposo y la serenidad de su sueño profundo.


3 comentario(s)

Eduardo Palma 25 Ene, 2015 - 21:29
Debe sentirse orgulloso su padre, su espiritu le permite ver ahora lo que su cuerpo no ya no, gracias por escribir esta historia que para mí fué un coctel de domingo, saludos maestro.

Luisa Melgarejo Cruz 25 Ene, 2015 - 20:21
Enternecedor, gracias.

Laura Mateos 25 Ene, 2015 - 14:50
Como siempre, un placer leerlo todos los días. Al maestro con cariño, saludos.

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